05 abril 2005

DIARIO DE UN OCIOSO
Sábado, 2 de abril de 2005


Suena el despertador a una temprana hora en la que, en un fin de semana normal, solemos acostarnos. Vuelvo a tener la misma sensación agridulce que – hace ya muchos años- me provocaban los madrugones que precedían a una excursión. La excitación por la aventura – como entonces – vence al sueño y a las ocho de la mañana nuestro avión aterriza en el aeropuerto de Bilbao. Verde por todas partes y olor a tierra mojada son los primeros embajadores que nos asaltan mientras esperamos al bus que nos acercará al hotel (moderno, funcional, muy cómodo) que, gracias a las gestiones de Laura, será nuestro campamento base mientras dure nuestra estancia aquí.
Llegamos muy pronto y la mayoría de clientes aún no han bajado a desayunar... pero somos unos enchufados y conseguimos una habitación y podemos dejar los trastos en ella.
La primera vez que vinimos a Bilbao fue hace once años y los cambios que ha experimentado la ciudad son el principal aliciente para volverla a visitar. Si entonces nos gustó mucho, ahora – con la cara lavada – estamos seguros que disfrutaremos de la estancia.

Paseamos hasta el Museo Guggenheim por la orilla de la ría. Donde antes habían muelles abandonados y una zona industrial vieja y gris, ahora podemos disfrutar de un fantástico paseo. Al fondo, el fabuloso Museo Guggenheim edificio del Museo, nos atrae como un faro que guía nuestros pasos. Llegamos al Museo un par de minutos antes de que abran las puertas y somos de los primeros en entrar. Contrariamente a lo que esperaba no hay demasiada gente. Lo había visto en fotos y reportajes pero aún así el edificio consigue impresionarme. Pese al día nublado, la luz natural llena todos los espacios y, a esta hora – todavía con poca gente caminando por las salas – es un placer deambular por el interior. Primero visitamos la exposición de Yves Klein (que actuó como detonante para decidirnos a visitar Bilbao). Disfruto al reencontrarme con su obra aunque la muestra no es más completa que la que pude ver hace unos años.
La exposición sobre el Imperio Azteca resulta, por el contrario, algo decepcionante. Su presentación es más que cuestionable (poca información, carteles que no se pueden leer, carteles que sólo pueden ser leídos por contorsionistas de gran habilidad, grandes plafones informativos que se vendieron la información que tenían que dar por un plato de estética, ridículos espacios vacíos, des-iluminación desconcertante... ). No obstante, alguna de las obras – creadas sin duda por consumidores habituales de todo tipo de potentes substancias psicotrópicas – merecen la visita. La desesperación que la ineptitud de alguno de los responsables de la muestra causará con toda seguridad al visitante puede resistirse gracias a la riqueza de alguna de las piezas.
Seguimos descubriendo rincones del museo y discutiendo sobre arte. La muestra de la colección permanente – toca informalismo y expresionismo abstracto – también provoca una encendida tertulia sobre el arte y sus límites.
Las obras “estrella” del Museo también ocupan nuestro tiempo. “Snake” de Richard Serra y “installation for Bilbao” de Jenny Holzer son, con razón, uno de los atractivos añadidos que ofrece el Guggenheim.
Llevamos más de cuatro horas caminando sin parar. Es hora de buscar un sitio con comer. Al salir “Puppy” de Jeff Koons entretiene (como la estrella mediática que es) a las masas de posadores que a sus pies protagonizan el remake de “yo también estuve allí”.

El “Café Iruña” (Jardines del Albia, Tel. 934237021) se convertirá en el reposo de nuestros cansados pies y en la mesa donde aplacar nuestra hambre. Pisto, pimientos rellenos de bacalao, un más que generoso entrecot y una tarta casera son devorados en pocos minutos. María José y yo seguimos hablando de arte y de lo mucho que ha cambiado la ciudad.
Volvemos al hotel que está – se me ha olvidado decirlo – junto a San Mamés, en tranvía. Ya en la habitación, y a un minuto de coger el sueño, llaman a la puerta. Un detalle de la dirección del hotel (gracies Laura), una bandeja de fruta cortada que nos servirá para merendar cuando despertemos de la siesta. Campo Cuántico x3. Hiro Yamagata (interior)
El metro, también nuevo para nosotros, nos acerca al casco viejo. Callejeamos (esto no ha cambiado demasiado), entramos en tiendas modernas, volvemos a callejear, volvemos al Guggenheim, visitamos la instalación “Campo Cuántico x3” de Hiro Yamagata. De nuevo el arte como espectáculo. Ni mejor ni peor, es el arte – epatante - con el que nos ha tocado convivir.

Oscurece, empezamos a buscar un lugar donde cenar. Las primeras opciones fallan (demasiada gente, locales cerrados...) y al final – después de caminar un buen rato – recalamos en el bar “Oriotarra” (Blas de Otero, 30). Sus pinchos son impresionantes (brandada de chipirón con queso gratinado, bacalao con gulas en pan de cebolla, cabeza de jabalí picante, cazuelita de pimiento con huevo de codorniz y chorizo...).
Un café en la cafetería del hotel nos ayuda a hacer balance de una jornada tan agotadora como provechosa. En la calle, junto al estadio, el botellón se convierte en nuestro hilo musical para preparar el sueño.

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