27 febrero 2004

“He dado en llegar a la oficina una hora más tarde de lo que allí se me espera. En consecuencia, me encuentro muchísimo más reposado y fresco cuando llego, y evito esa primera hora lúgubre de la jornada laboral en la que los sentidos y el cuerpo entorpecidos aún por el sueño convierten cualquier tarea en una penitencia. Considero que al llegar más tarde, mejora notablemente la calidad del trabajo que realizo”
Ignatius J. Reilly. Diario de un joven trabajador o adiós a la holganza (escrito en un cuaderno Gran Jefe)


DIARIO DE UN OCIOSO
Viernes, 27 de febrero de 2004


Pierdo la mañana tumbado en la camilla de una sala de radiografías mientras una sádica enfermera introduce en mi cuerpo líquidos extraños con ocultos fines. Entre sesión y sesión de tortura se me permite leer.
Al salir de los sótanos en los que he estado encerrado durante las últimas, la luz del día (después de las lluvias de ayer en el cielo no hay ni una nube) hiere mis ojos. Hace frío pero apetece caminar aprovechando las treguas que el sol ofrece. Paseo por el barrio en el que está situada la clínica en la que me han hecho las radiografías. Nada que ver con el mío. En un parque descubro un chiringuito que tiene números para convertirse en el despacho adecuado para mis próximas reuniones de trabajo. Hoy no me quedaré, hace demasiado frío incluso bajo el sol.
Desayuno, casi es hora de comer, un bocadillo de jamón que me sabe a gloria (llevo muchas horas sin comer y el hambre psicológica es, en ocasiones, muy poderosa). Nada en el apartado de correos.
Espero a María José y comemos un menú por el barrio. Siesta.
Tarde delante del ordenador. Escribo, navego y escucho música (Buffalo Tom, Piazzolla y All).
Empieza el fin de semana.

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